domingo, 6 de noviembre de 2011

Traduttore, traditore



Hay una propensión, bastante generalizada entre los críticos, a buscar en la obra del autor que estudian trazas de la vida de éste, o a interpretar las acciones de sus personajes según las propias acciones del escritor. Tolkien se mostraba reacio a que se interesaran por él de forma biográfica, pues tenía por cierto que ello conllevaría, irremediablemente, que algún estudioso de su obra se sintiera irresistiblemente tentado a buscar lecturas alternativas a través de ese prisma.

Como parecerá obvio, este vicio se acentúa cuando el artista en cuestión llevó una vida especialmente agitada, turbulenta o atípica; cuando es uno de esos artistas que llama tanto la atención por su vida como por la propia obra en sí. Entre ellos, creo que podemos señalar a mi chico, Oscar Wilde.

Aún en vida de Wilde y hasta hoy, muchos críticos han querido encontrar en los relatos de Wilde una confesión velada de su reprobada forma de vida, así como significados ocultos, distintos a los que a simple vista se extraen de sus historias. Desde luego, a menudo es difícil no asociar lo que dijo con lo que hizo. El propio Wilde reconoció en diversas ocasiones que en sus escritos hay mucho de sí mismo (lo cual es lógico ya que, después de todo, ¿no han salido todos sus personajes, buenos y malos, parecidos o no al propio Wilde, de su cabeza? ¿No contendrán algo de lo que considera feo o hermoso, perverso o inocente, esté el autor de acuerdo o no con los actos de sus creaciones?). Sin embargo, también puso objeciones a que se hicieran lecturas “biográficas”, ya fuera de sus textos o de los de otros, pues ello haría que el lector no se tuviera que implicar necesariamente en la narración: si consideras, apruebes o no, la opinión del autor (que no el narrador), ¿qué necesidad tienes de ponerte en lugar de los personajes, de vivir la historia a través de ellos?

Pero aún hay otro modo en que la vida de un autor puede tener efecto sobre su obra. Se trata de aquellos casos en que, entre el artista y el lector, media una tercera persona: la que traduce la obra a otros textos.

El oficio del traductor es muy difícil, y en mi opinión, no es reconocido como merece. Cierto es que, cuando soy capaz de leer una obra en su versión original, prefiero hacerlo así; y que hay traductores que hacen un trabajo no mediocre, sino realmente lamentable, como es el caso de una penosa traducción de El Retrato de Dorian Gray que mató algo dentro de mí hace poco, pero que habiendo sido financiada por el mal llamado traductor, imagino que habrá que disculpar. Muchos tienen alma de escritor pero, por alguna razón, prefieren hacer versiones de las obras de otros en lugar de escribir sus propias historias: y de éstos, aunque a menudo realizan una labor hermosa (y en ciertas ocasiones incluso realzan un trabajo originalmente inferior), hay que cuidarse, pues presentan a los ojos del lector una obra distinta de la original.

Pero también está el caso de aquellos que se enfrentan a una traducción difícil: una en la que deben decidir ceñirse al original o aportar algo de su propia inventiva, para salvar algún dato difícil. De su decisión puede depender cómo interprete el futuro lector la obra, toda ella o una parte; y en cualquier caso, siempre habrá quien condene su decisión final.

Veamos un ejemplo de ello, que es a lo que venía esta entrada. Al principio de The Happy Prince (El Príncipe Feliz), de nuestro querido Wilde, encontramos las siguientes líneas:

One night there flew over the city a little Swallow. His friends had gone away to Egypt six weeks before, but he had stayed behind, for he was in love with the most beautiful Reed. He had met her early in the spring as he was flying down the river after a big yellow moth, and had been so attracted by her slender waist that he had stopped to talk to her.”

Aquí se nos presenta a uno de los protagonistas del relato: la golondrina, que justo cuando tocaba migrar a Egipto, se enamora de un junco. Veamos la traducción de Julio Gómez de la Serna, que junto con Ricardo Baeza es el autor de las traducciones de Wilde que, hasta donde he visto, sirven de referencia a otros:

Una noche, una golondrinita voló velozmente hacia la ciudad.
Seis semanas antes habían marchado sus compañeras a Egipto; pero ella se quedó rezagada. Estaba locamente enamorada del más hermoso de los juncos. Lo vió al iniciarse la primavera, mientras revoloteaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla oro; y su esbelto talle la sedujo hasta el punto de que se posó para hablarle.”

¿Os habéis percatado del intercambio de sexo entre la golondrina y el junco? En inglés, los sustantivos no tienen género, al contrario que en castellano. “The swallow”, al igual que “la golondrina” sirve tanto para el macho como para la hembra; pero, debido al género de la palabra, al oír en castellano “la golondrina” tendemos a pensar en una hembra: esto es, confundimos género con sexo (como hacen nuestros queridos políticos y cada vez más gente cuando hablan de “violencia de género”, algo que sólo es apropiado en caso de que alguien maltrate a un artículo). Sin embargo, Wilde señala el sexo de la golondrina mediante pronombres: His friends had gone away to Egypt six weeks before, but he had stayed behind”. La golondrina de nuestra historia es un macho. Por el contrario, el junco (que en castellano consideraríamos “macho”, aunque en este caso ni siquiera ha lugar), es femenino en el relato original: “had been so attracted by her slender waist that he had stopped to talk to her.” (más adelante habría algún “she” que resulte más esclarecedor para los que os peleéis con el inglés; los pronombres son un verdadero problema en ocasiones).

Y diréis: ¿qué importa eso? A fin de cuentas, se cambia el sexo de ambos, todo concuerda, y tan felices todos. Y, ciertamente, si uno lee el cuento de niño, le traerá sin cuidado quién lleve las metafóricas faldas. Ocurre que, según cuán quisquilloso sea uno (o según qué busque en el cuento, si es que se está fijando en algún aspecto en concreto), puede encontrar que lo que siga sea distinto de lo esperado. El relato prosigue inmediatamente:

Shall I love you?” said the Swallow, who liked to come to the point at once, and the Reed made him a low bow. So he flew round and round her, touching the water with his wings, and making silver ripples. This was his courtship, and it lasted all through the summer.
“It is a ridiculous attachment,” twittered the other Swallows; “she has no money, and far too many relations”; and indeed the river was quite full of Reeds. Then, when the autumn came they all flew away.”

Te amaré―decidió la golondrina, que no se andaba nunca con ambages.
El junco le hizo una profunda reverencia. Entonces, la golondrina voló a su alrededor, rozando el agua con sus alas y dejando estelas plateadas. Era su manera de hacer la corte, y así fué pasando el estío.
―Es un absurdo enamoramiento―chirriaban las otras golondrinas―. Ese junco es un pobretón con demasiada familia.
El río estaba, en efecto, poblado todo de juncos. Al llegar el otoño, todas las golondrinas alzaron el vuelo.”

Así, en castellano, es la hembra quien se declara; algo muy usual hoy en día, pero poco menos que inaceptable entonces. Asimismo, las otras golondrinas previenen a su compañera de un asunto financiero asociado también a la mujer: la familia y la dote. Recordemos, por ejemplo, la situación de las hermanas Bennet en Orgullo y Prejuicio, cuya madre teme no poder casarlas debido a que, a la muerte de su padre, será un sobrino de éste quien herede la mayor parte de su fortuna. Hay después algún que otro detalle menor, que no nos pararemos a comentar.

Si el traductor hubiera decidido dar prioridad al sexo de la golondrina y el hipotético sexo del junco sobre la exactitud de la traducción, no le habría costado mucho sustituir la golondrina por alguna otra pequeña ave migratoria con nombre de género masculino: vencejo, pardillo, mosquitero, verderol… el relato no hace referencia al color del plumaje, ni se describe apenas a la golondrina, con lo cual no tendría demasiados problemas. Sería cuestión de recurrir a una enciclopedia y buscar alguna especie que reúna determinadas condiciones, como puede ser que anide en Gran Bretaña durante la primavera. En cuanto al junco, se dice “caña” en su lugar, y hemos resuelto el problema.

Y ahora volvemos al punto de partida: ¿debemos tener en cuenta la vida del autor a la hora de leer, interpretar o traducir su obra? De ello depende que demos importancia o no a lo que ocurre en la parte final (y recalco esto porque si no habéis leído el relato os voy a destripar cómo acaba):

The poor little Swallow grew colder and colder, but he would not leave the Prince, he loved him too well. He picked up crumbs outside the baker’s door when the baker was not looking and tried to keep himself warm by flapping his wings.
But at last he knew that he was going to die. He had just strength to fly up to the Prince’s shoulder once more. “Good-bye, dear Prince!” he murmured, “will you let me kiss your hand?”
“I am glad that you are going to Egypt at last, little Swallow,” said the Prince, “you have stayed too long here; but you must kiss me on the lips, for I love you.”
“It is not to Egypt that I am going,” said the Swallow. “I am going to the House of Death. Death is the brother of Sleep, is he not?”
And he kissed the Happy Prince on the lips, and fell down dead at his feet.”

La pobre golondrina sentía cada vez más frío, pero no quería dejar solo al Príncipe, porque le amaba tiernamente. Picoteaba las migas que quedaban a la puerta del panadero, procurando que éste no la viese, e intentaba entrar en calor agitando sus alas. Pero, finalmente, comprendió que iba a morir. Sólo tuvo ya fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe.
―¡Adiós, mi querido Príncipe! ―musitó―. Permitidme que os bese la mano.
―Me da la mayor alegría que marches al fin a Egipto, golondrinita―dijo el Príncipe―. Has estado aquí demasiado tiempo. Bésame en los labios, porque te amo.
―No voy a Egipto―murmuró la golondrina―. Voy a la morada de la Muerte… La Muerte es la hermana del Sueño, ¿verdad?
Y besando al Príncipe Feliz en la boca, cayó muerta a sus plantas.”

Un lector de la época en que fue publicada la historia posiblemente no hubiera dado importancia al hecho de que la golondrina confesara su amor a la estatua del Príncipe Feliz, y besara sus labios antes de morir. Un lector que lo leyera tras el escandaloso juicio de Wilde probablemente lo entendiera de un modo distinto.

Y, a la hora de verter el cuento al castellano, el traductor seguramente no pudiera dejar de pensar en cómo se leería ese amor y ese beso en España, esta España mía, esta España nuestra. Lo cual, no me cabe duda, habría de condicionar en gran medida su labor.


Ilustración de H. Paul